Los domingos
por la mañana Madrid es como un pueblo. La gente
se arregla y sale a dar un paseo con los niños
por la Plaza de los Carros, la de la Paja, la de la
Cebada, la de San Andrés, y ahora pueden entrar
en el Museo y ver cómo era el suelo que pisaba
el Santo. El Museo de San Isidro es un edificio pequeño,
con poco programa, con poco que enseñar: una
pequeña lista de documentos antiguos, unos cuadros
y alguna imagen. Completamos la relación con
los restos arqueológicos que se han encontrado
en el solar y sobre todo con el pozo del milagro y
la capilla de San Isidro. Se trata de que el Museo
sea punto de encuentro, lugar donde citarse y reunirse,
parte de una ciudad acostumbrada a callejear a tomarse
el vermú o el café. De ahí la
importancia en este caso de la relación con
la calle. El jardín urbano de la Iglesia de
San Andrés permite acceder al nivel del paseo
por el recinto arqueológico, la capilla del
Santo, el Pozo, las tiendas, incorporándose
a los recorridos de las plazas circundantes como uno
más. El Museo, flotando sobre este nivel, elevado
sobre altos pilares, encierra el otro mundo que nos
ocupa; la exposición permanente. El recorrido
en espiral desde el acceso permite la participación
continua del visitante en el edificio. Un bloque dedicado
a contener los fondos, archivos, talleres de conservación
y restauración, biblioteca, sala de actos y
dirección dará al conjunto la vitalidad
que siempre se ha buscado. Los horarios de cada actividad,
previsiblemente diferentes, proporcionarán un
nexo de unión con la vida diaria, evitando que
esta parcela se convierta en un simple objeto de exposición.
Las formas sencillas, los materiales de calidad, buscando
una arquitectura que se explique con una buena construcción
además de con buenas ideas.